P. Agustín Celis

Hace pocos días hemos recordado a nuestros difuntos, y hoy la Palabra de Dios nos dice algo más acerca de la muerte y de la vida eterna. Además, se aproxima el fin del año litúrgico, por lo cual la Iglesia nos pide meditar sobre las realidades últimas de la historia de la salvación, ya que aún nos quedan dos domingos del nuevo año e, identificando el año litúrgico con nuestra vida, vemos la necesidad espiritual de afirmar nuestra fe en la vida eterna.

El hombre contemporáneo vive su cotidianeidad en una vida a menudo frenética, por lo cual fácilmente olvida la dimensión futura de su existencia. De aquí la urgente necesidad de meditar sobre el fin de la felicidad última, más allá del término de la miseria humana.

Creer en la vida eterna y en la resurrección de los muertos no es un acto de fe sin valor para la vida presente, en cuanto justamente la fe ayuda a comprender la alta dignidad del hombre y su destino eterno; redimensiona la preocupación por los bienes terrenos y presenta en sus justas proporciones las diversas realidades, respetando la jerarquía de los valores.

La resurrección de los muertos es una de las verdades fundamentales de nuestra fe, que proclamamos solemnemente cada vez que rezamos el Credo: «espero la resurrección de los muertos y la vida eterna».

Este es una tema que ya era conocido en el Antiguo Testamento, como nos lo transmite la primera lectura, que presenta el relato del martirio de los siete hermanos macabeos y de su madre; es una lectura que, por su vivacidad y su carácter dramático, ha tenido una fuerte influencia en muchos de los primeros mártires cristianos.

De ella surge la certeza de la resurrección y, al mismo tiempo, la seguridad de que también los que han hecho el mal resucitarán, pero no para la vida sino para recibir el justo castigo de su injusticia y su maldad.

San Pablo nos exhorta a esta misma esperanza, en la segunda lectura, en la cual pronuncia una hermosa oración fundada en el certeza de que «Dios nos ha amado y nos ha dado, por su gracia, un consuelo eterno y una buena esperanza».

Pablo no se desanima frente a las dificultades que ha encontrado en la predicación del Evangelio, de parte de «hombres corruptos y malvados», porque es consciente de que el Señor es fiel y pone en Él toda esperanza.

En defintiva, si se nos ha prometido la resurrección de los muertos, Él, primicia de los resucitados, nos acompañará en nuestro caminar terreno para poder gozar después con él la gloria de la vida nueva.