P. Agustín Celis.

Del bautismo de Jesús (al que se referían también las dos lecturas), se habló en el evangelio del domingo pasado, que es además el primero del tiempo ordinario: Jesús es el siervo preferido de Dios (primera lectura) que ha sido «ungido con la fuerza del Espíritu Santo» que descendió sobre él (Crisma-Cristo-Mesías).

El Bautista como testigo que da testimonio de este acontecimiento. La figura del Bautista está tan centrada en el testimonio, que es una noción central que ni siquiera menciona la acción bautismal. El Bautista está tan centrado en su misión de dar testimonio del que es mayor que él, que su acto personal ni siquiera es digno de mención: «A él le toca crecer, a mí menguar» (Jn 3,30). Todo su ser y obrar remite al futuro, al ser y al obrar de otro; él sólo es comprensible como una función al servicio de ese otro.
La situación del que da testimonio es extraña. Es muy probable que el Bautista conociera personalmente a Jesús, con el que estaba emparentado como hombre. Por eso cuando dice: «Yo no lo conocía», en realidad quiere decir: Yo no sabía que este hijo de un humilde carpintero era el esperado de Israel. El no lo sabe, pero tiene una triple presciencia para su propia misión.
En primer lugar sabe que el que viene después de él es el importante, incluso el único importante, pues «existía antes que él», es decir: procede de la eternidad de Dios. Por eso es consciente también de la provisionalidad de su misión. (Que él, que es anterior, ha recibido su misión, ya en el seno materno, del que viene detrás de él, tampoco lo sabe).
En segundo lugar conoce el contenido de su misión: dar a conocer a Israel, mediante su bautismo con agua, al que viene detrás de él. Con lo que conoce también el contenido de su tarea, aunque no conozca la meta y el cumplimiento de la misma.
En tercer lugar ha tenido un punto de referencia para percibir el instante en que comienza dicho cumplimiento: cuando el Espíritu Santo en forma de paloma descienda y se pose sobre el elegido.
Gracias a estas tres premoniciones puede Juan dar su testimonio total: si el que viene detrás de mí «existía antes que yo», debe venir de arriba, debe proceder de Dios: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Si él ha de bautizar con el Espíritu Santo, entonces «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
Sacar semejantes conclusiones de tales indicios es, junto con la gracia de Dios, la obra suprema del Bautista. Juan retoma la profecía de Isaías: «Yo te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».
El Bautista es el modelo del testimonio de los cristianos que, de otra manera, deben ser también precursores y testigos del que viene detrás de ellos (cfr. Lc 10,1). Por eso Pablo los bendice en la segunda lectura. Ellos saben más de Jesús que lo que sabía el Bautista,
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pero también ellos tienen que conformarse con los indicios que se les dan y que son al mismo tiempo promesas.
Al principio también ellos están lejos de conocer a aquel del que dan testimonio como lo conocerán en su día gracias a la ejecución de su tarea: cuanto mejor cumplen su tarea, tanto más descollará aquél sobre su pequeña acción como el «semper maior». Entonces reconocerán su insignificancia y provisionalidad, pero al mismo tiempo experimentarán el gozo de haber podido cooperar por la gracia al cumplimiento de la tarea principal del Cristo: «Por eso mi alegría ha llegado a su colmo» (Jn 3,29).