P. Agustín Celis

La fe es una realidad fundamental de nuestra vida cristina: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que desemboca en oración, de una oración empapada de fe. Para inculcarnos la necesidad de orar siempre sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola del juez inicuo: Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las súplicas de los elegidos que claman a él día y noche!

En consecuencia, la eficacia de la oración garantizada por el lado de Dios, pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido (Mc 11,24). Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y noche»– y con perseverancia –«siempre sin desanimarse»–, aunque a veces parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene del Señor».

Una ilustración de este poder de la oración lo tenemos en el Antiguo Testamento de la Sagrada Escritura: «Mientras Moisés tenía en alto las manos vencía Israel». La oración es el arma más poderosa que nos ha sido dada. Ella es capaz de transformar los corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es invencible; ninguna dificultad se le resiste.

Este ideal de oración continua se ha llevado cabo, en diversas formas, tanto en Oriente como en Occidente. La espiritualidad oriental la ha practicado con la llamada oración de Jesús: «Señor Jesucristo, ¡ten piedad de mí!». Occidente ha formulado el principio de una oración continua, pero de forma más dúctil, tanto como para poderse proponer a todos, no sólo a aquellos que hacen profesión explícita de vida monástica.

San Agustín dice que la esencia de la oración es el deseo. Si continuo es el deseo de Dios, continua es también la oración, mientras que si falta el deseo interior, se puede gritar cuanto se quiera; para Dios estamos mudos. Este deseo secreto de Dios, hecho de recuerdo, de necesidad de infinito, de nostalgia de Dios, puede permanecer vivo incluso mientras se está obligado a realizar otras cosas: «Orar largamente no equivale a estar mucho tiempo de rodillas o con las manos juntas o diciendo muchas palabras. Consiste más bien en suscitar un continuo y devoto impulso del corazón hacia Aquél a quien invocamos».

Jesús nos ha dado Él mismo el ejemplo de la oración incesante. De Él se dice en los evangelios que oraba de día, al caer de la tarde, por la mañana temprano y que pasaba a veces toda la noche en oración. La oración era el tejido conectivo de toda su vida.