
Adviento, tiempo de esperanza
P. Agustín Celis
Comienza un nuevo ciclo litúrgico, vuelve el tiempo del Adviento a despertar en nosotros
el sentido de la espera de la llegada de Jesús.
En este período del año litúrgico recordamos un evento advenido: la venida en la historia
del Mesías, el Hijo de Dios, que asume nuestra misma carne de la Virgen María, por obra
del Espíritu Santo. Y este tiempo también anuncia otro evento, adviento: la espera de la
segunda venida de Cristo en su gloria, al final de los tiempos.
Es un tiempo para la memoria y para la espera y, sobre todo, es el tiempo de vigilar,
como nos anima el Evangelio de San Mateo de este domingo, para comprender mejor
el sentido de la primera venida de Cristo, que ha cambiado con su presencia y su Palabra
el curso de la historia y también nuestro recorrido humano.
Hoy se nos invita a vigilar, también para estar prontos y así recibir al Señor, que vendrá
al final de los tiempos, para manifestar la gloria del Padre y pronunciar el juicio sobre la
historia y sobre cada hombre y cada mujer. Este juicio será, ciertamente, rico en
misericordia, porque Dios conoce la fragilidad del hombre y la socorre, pero la
misericordia de Dios tiene su fuente en la justicia, que ilumina las intenciones profundas
que guían el camino de nuestra vida. No obstante, este tiempo no es tiempo de miedo,
sino más bien de una ansiosa y alegre espera, un tiempo de vigilancia que se hace
oración, atención a las necesidades de los hermanos, primero en la propia familia y
después, más allá, es premura por los pobres, los pequeños, los marginados, los
enfermos, los exiliados… La espera de Cristo, en fin, nos empuja a salir de nosotros
mismos para ir a encontrarlo en el mundo, sobre todo en los miembros que más sufren
de la humanidad, como el Santo Padre, con la palabra y con el ejemplo, constantemente
nos invita a hacer.
Esta vigilancia se alimenta de una fe robusta, para no desanimarnos y continuar
caminando hacia el monte de Dios, al que son invitados todos los pueblos, como dice
Isaías en la primera lectura.
El Adviento es un tiempo bendecido por Dios, que se nos da como don para que,
despertando del sopor de la costumbre y de las distracciones por obra del Espíritu Santo,
se nos conceda liberarnos de tantas cosas mundanas que no sólo nos enlentecen y
apesadumbran en el camino hacia Dios y a los hermanos, sino que terminan por
meternos en un profundo sueño, en un triste atardecer, del cual Señor viene a
despertarnos.
El Adviento, pues, es como un cambio de estación. Es necesario prestar atención a lo
que nos ocupa, a lo que llena nuestra vida, de manera que no nos suceda descubrir de
repente que no estamos preparados para vivir el tiempo que se nos ha concedido, o que
desaprovechamos las ocasiones que Dios nos ofrece para prepararnos y de preparar al
mundo para su venida.
Es necesario, en fin, mantener una espera hecha de vigilancia, de oración, caridad, fe…,
que sabe esperarlo todo con segura esperanza. La esperanza cristiana, en efecto, que el
Adviento nos pide vivir, no es la espera inútil de que suceda algo, sino un amoroso darse
qué hacer, día a día, esperando que el Amado, que ya vino una vez, finalmente venga
para siempre en su gloria.
Se nos da este tiempo litúrgico para renovar la esperanza, para que en la intensidad de
la oración irrumpa el grito que nace del corazón de la Iglesia: «MARA NA THA, ven Señor
Jesús» (Ap 22,20).
Que Cristo resucitado surque los cielos y venga a este mundo, en la historia, en nuestra
vida, para manifestar definitivamente que es no solo el Alfa de la creación, sino la Omega
que todo recapitula y todo redime.
